viernes, 16 de diciembre de 2011

Subnormal

Por título para colgar en la sala de mi casa y generar el orgullo de mis padres, quiero una servilleta maltrecha, arrugada y manchada, de esas que resultan después de un plato grande de menudo con previa cruda inclemente de las que te permiten valorar la vida cotidiana, lo que no hace ninguna clase en la universidad. Todo esto, claro, posterior a una noche de mucho alcohol de distintos estratos económicos, pasando por lo mejor de las fermentaciones (la palabra “mejor” varía según el día y las posibilidades económicas), hasta llegar a lo más corriente (“corriente” no por designio mío, sino por convencionalismos sociales), aunque para mí todos deberían ser sólo “pisto” y costar lo mismo, al final es la misma chingadera en botellas diferentes, todo por esa insaciable necesidad humana de generar marcas antes que bienes y servicios. Hay que estar agradecidos por eso, en un mundo encasillado en delimitar la existencia a partir de papeles impresos para determinar la calidad de cada uno como persona, es el alcohol el que alza la mano para decir: tranquilos, ante la ley etílica todos son iguales, rebaño de borrachos con ganas de olvidar y ser olvidados, de bailar y ser bailados.
Si acaso me interesa algún reconocimiento es el de los asistentes a la fiesta en turno, el de los que una noche cualquiera me verán transformado en bestia y me apuntarán con el dedo, y espero que mientras lo hagan sonrían, y que en un futuro (haciendo valer mi narcisismo) me recuerden como el del brutal golpe en el rostro por un desvanecimiento asistido entre licores y antidepresivos, o que se acuerden de la inmensa vomitada que logró salpicar algunos zapatos ajenos cuando decidí no llegar al baño y dejarme fluir ahí, en el lugar exacto, y es que no sé si estén de acuerdo conmigo, pero los baños en el caso de las vomitadas de juerga, son para los que se conforman con la evolución humana tal como marcha, los que creen que las cosas no están tan mal, los que sueñan con hijos porque saben que con ellos se vuelve más práctica la vida, con ellos se marchan las preguntas y comienza el esfuerzo objetivo, tienes un por qué vivir, como si esa no fuera una brutal condena. Los que prefieren vomitar en el escusado y no salir por ahí a dar un paseo de la mano de las náuseas y esperar a que sean ellas las que te dicten cuál árbol, cuál calle o cuál fiesta ajena será la elegida para surgir, esos son los que escapan de sus temores de las maneras más correctas, siguiendo los trazos para no dibujar fuera de las formas, ellos creen que jalando la cadena se marchan sus demonios; pero una guacara en medio de la sala de una fiesta concurrida, sólo puede ser obra de un verdadero hombre, sin miedo a mostrarse por dentro, a desdoblarse como un calcetín, sin temor a que critiquen sus pedazos de jitomate no digerido o lo que parece ser un hot dog de autoservicio. Graduémonos de don nadie, de mediocre, de hijo de la chingada, pero nunca perdamos esa bonita costumbre de jugar al aspersor con  nuestros desechos intestinales.

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